“DONDE SE NACE, DONDE SE MUERE. Geo-grafías del nacer y del morir, del origen y del destino de la indeterminación”, Juan A. Roche Cárcel - Elena Aguilera Cirugeda
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“DONDE SE NACE, DONDE SE MUERE. Geo-grafías del nacer y del morir, del origen y del destino de la indeterminación”, Juan A. Roche Cárcel

“DONDE SE NACE, DONDE SE MUERE. Geo-grafías del nacer y del morir, del origen y del destino de la indeterminación”, Juan A. Roche Cárcel

Juan A. Roche Cárcel

Comisario de la Exposición. Profesor Titular de Sociología de la Cultura y de las Artes de la Universidad de Alicante

En el título de esta exposición, propuesto por la artista Elena Aguilera, el término “donde” que acompaña a las formas verbales “se nace” y “se muere” es un adverbio de lugar, que se repite dos veces y que parece servir de conexión entre el espacio y el tiempo y entre el venir a este mundo y el salir del mismo, dos instantes axiales en la vida de los individuos. Y es que, como sugiere este título, los dos acontecimientos temporales se ubican en un espacio. Ahora bien, ¿cuál es ese lugar concreto en el que, según la artista, nacemos y morimos?, ¿es un paraíso o un infierno, algo geométrico u orgánico, ordenado o caótico, imaginario o real?

Lo indeterminado como origen y destino

Ciertamente, nadie se acuerda del día de su nacimiento como tampoco ninguna persona recordará el momento de su fallecimiento. Por consiguiente, únicamente la experiencia de los otros sobre nuestro aparecer y terminar es empírica, de modo que la vida humana, más que estar determinada o limitada -como pensaban los antiguos griegos (Eugenio Trías)- por esos dos mojones que son el alfa y el omega de la existencia, se caracteriza por la indeterminación (Félix Duque, Filosofía para el Fin de los Tiempos). Así, de acuerdo al filósofo griego Anaximandro, el arjé -el principio de todas las cosas- es lo ápeiron, esto es, lo indefinido, indeterminado e ilimitado. Además, todo sale y todo vuelve al ápeiron según un ciclo necesario, que restaura la justicia: 

“El principio (arjé) de todas las cosas es lo indeterminado (ápeiron). Ahora bien, allí mismo donde hay generación para las cosas, allí se produce también la destrucción, según la necesidad; en efecto, pagan las culpas unas a otras y la reparación de la injusticia, según el orden del tiempo”.

En esta exposición de Elena Aguilera me parece muy oportuna la idea del surgir, del crear y descrear, desde y hacia lo indeterminado. De hecho, técnicamente la artista utiliza la línea como base del dibujo, si bien en ocasiones ésta se hace cuerpo en una forma determinada y, en otras, por el contrario, acaba desapareciendo en la mancha de color y en sus transparencias o texturas matéricas. Los colores, por su parte, autónomos y con pleno valor estético y de significado, interactúan entre ellos -como hacía Kandinsky, en Pintura con tres manchas, por ejemplo-, complementándose, armonizándose o entrando en conflicto -como sucedía en Piet Mondrian, Tableau IV-. En todo caso, ambos, las líneas y las manchas de color, juegan a crear y a destruir, a vivir y a morir, en tanto que parecen brotar, llenos de vida, de la tela virgen de algodón que los nidifica y acolcha con absoluta naturalidad y que, simultáneamente, los recoge y disuelve en su recorrido final. Consecuentemente, desde la indeterminación inicial, la línea y el color son “arrojados” al lienzo, al igual que los seres humanos lo son en este mundo -M. Heidegger-. Pero Elena los maneja, con tal determinación, con tal voluntad creativa y con tal fuerza expansiva en los grandes lienzos que utiliza que la vida que traslada a estos, lejos de estar ninguneada por la muerte, intensifica el sentido vital, el alcance significativo (James P. Carse, Muerte y existencia. Una historia conceptual de la mortalidad humana) de sus obras. De ahí que éstas, sin eliminar su carácter efímero, denoten un cierto aire de eternidad. 

De ahí que cobren pleno sentido las palabras de la propia artista:

“El recuerdo de nacer, la consciencia del morir, mientras, el discurrir de la vida, la extrañeza, la mirada ajena, los sentidos atentos”. 

Esto quiere decir que, aunque Elena Aguilera observa su discurrir biográfico y su proceso creativo actual con los ojos y la mente bien abiertos, con todos sus sentidos desplegados, así como con unas manos ágiles y hábiles que desean tocar e incluso abrazar el mundo, sin embargo, lo hace con un cierto distanciamiento y, a la postre, sintiéndose una extranjera.

No extrañe que las obras que componen esta exposición diseñen laberintos de muy diferente composición. No en vano, la línea del dibujo de Elena, orgánica y caótica, me recuerda al hilo de Ariadna, la hija del rey Minos de Creta que atacó a Atenas y que exigió, a cambio de la paz, que esta ciudad enviara anualmente a 7 jóvenes y 7 doncellas para alimentar al Minotauro que vivía en un laberinto. Ariadna se enamora de Teseo, el hijo del rey de Atenas, y le ayuda dándole un ovillo de hilo hilado por ella para que pudiese encontrar el camino de salida del laberinto, tras matar al Minotauro.   

El hilo de Ariadna -la línea de Elena- permite, en efecto, salir del laberinto, inmediatamente después de haber entrado en él, de modo que, tras la indeterminación, se encuentra en su interior, metáfora del misterio de la vida, de la extrañeza que produce la conciencia del vivir y del morir. Sin embargo, después del laberinto, el recorrido estético se desvanece mediante las transparencias de los colores, la disminución de la intensidad de la línea y la abstracción, de tal modo que, nuevamente, las obras concluyen en la indeterminación. Por consiguiente, en ese camino de retorno, en esa concepción de lo indeterminado como origen y como destino, que origina la forma y que la informaliza o la destruye, creo yo, se encuentra precisamente la fuerza expresiva de esta exposición. 

Geo-grafía mítica, femenina, estética y del Yo

Pero hay algo más que ayuda en esta expresividad.  

La línea y el color son hondamente telúricos y construyen una Geo-grafía, una grafía de la tierra que dibuja-diseña territorios míticos, femeninos, estéticos y del Yo de Elena Aguilera. Son territorios surgidos de lo indeterminado, entendido como camino con un origen y un destino, que se internan en el laberinto de la existencia, que representan el tránsito y la contingencia del vivir y que están llenos de símbolos que cumplen la función de arraigarse, aunque sea coyunturalmente, a las demás generaciones de seres humanos que nos han precedido (C. G. Jung, M. Halbwachs). Estos símbolos, por lo demás, se transforman en las paredes, el rescoldo, el quicio, la esquina o el pliegue en el que discurre, ontológicamente, el habitar humano. De ellos, los historiadores de la religión han indicado que son multidimensionales, polifacéticos, multifuncionales y polisemánticos (Mircea Eliade, George Frazer, Gilbert Durand, Josep Campbell, Marija Gimbutas, Francisco Díez de Velasco…). Los artistas, por su parte, de manera instintiva, intuitiva o reflexiva, emocional, sensitiva o racional también han efectuado ricas aportaciones a los símbolos, huellas vivientes de la memoria colectiva, expresiones imperecederas de los deseos y temores humanos y, en suma, de la dialéctica problemática del existir de éstos, al tiempo, seres vivientes y mortales.  

Concretamente, Elena Aguilera ha seleccionado cuatro símbolos fundamentales que son los que estructuran su exposición, que componen territorios míticos, femeninos, estéticos y del Yo y que se vinculan, precisamente, el nacer y el morir: la montaña, el nido, el río y el árbol. 

I-MONTAÑA: la montaña -para la artista- representa un tótem, una eminencia vigilante, un refugio al que llegar. Los mitos antiguos y la estética occidental, por su parte, indican que ella simboliza el eje del mundo, el espacio de la pretensión de lo elevado, sublime o trascendente, el lugar de la divinidad y el territorio de conexión entre ésta y los frágiles seres humanos. Asimismo, la montaña, y las grutas que en ella se albergan, representan la cuna y la tumba de los dioses, de los héroes y de los frágiles humanos. Finalmente, ella supone el espacio de lo otro, lo marginal, lo sagrado, lo salvaje, lo no domesticado y, en suma, lo femenino por antonomasia. 

En un lienzo horizontal del 2020, se observa una montaña de tenues formas onduladas y entrecruzadas en la que podemos distinguir dos partes: la de arriba, dibujada mediante líneas azules intensas que fluyen horizontalmente, como si fueran un río, y, la inferior, en la que estos azules se interrelacionan, se mezclan o contrastan con marrones y verdes de distintas tonalidades. Así, la elevación parece hacerse más celeste e, incluso, confundirse con el cielo, mientras que las laderas más bajas están llenas de tierra, vegetación y lo que parece un árbol en el mismo centro. La axialidad de la montaña refuerza que ella sea un eje, una intermediaria entre el cielo y la tierra, sin embargo, parece absorber en su seno al cielo, la vegetación y la tierra y, en suma, constituir un absoluto natural, sublime y trascendente.

En otro lienzo del 2020, también horizontal, aparece una montaña de menor intensidad emocional, pues la línea negra, superior y etérea, apenas es perceptible y gran parte de las manchas de color son transparentes. Por el contrario, una densa maraña de líneas y de colores se muestra en el centro y en la parte baja de la ladera, formando una especie de árbol, que también parece un nido. Detrás de la montaña, se disponen, a modo de río o de otras laderas, una serie de líneas horizontales y paralelas. 

El conjunto de montes sucesivos pintados por Elena Aguilera, en un lienzo de 2019, recrea un paisaje de ánimo japonés. Los colores empleados son violeta, azul, amarillo y verde; la altura es definida por su tono rosáceo y su transparencia, mientras que el gris de abajo otorga un carácter algo más sombrío, casi de penumbra. Lo que no quiere decir que el contraste entre la luz y la oscuridad, entre las partes más superiores y las inferiores parezca abismal. Por el contrario, destaca más lo armónico, a lo que ayuda el árbol que actúa como de eje intermediario entre las dos secciones. Finalmente, unas nubes translúcidas y suavemente azuladas coronan las montañas, de tal modo que éstas y el cielo confluyen en una sensible serenidad y evanescencia, como de sueño.               

En resumen, estas montañas son, simultáneamente, río, árbol y nido, cielo y tierra, estáticas y dinámicas, sólidas y líquidas, indeterminadas y laberínticas. Sin olvidar que ocupan la casi totalidad del marco pictórico y que están observadas en un primer plano, lo que resalta la importancia simbólica que les concede la artista y la cercanía e intimidad con la que las observa, muy próximas a su visión y a sus sensaciones “panteístas”, casi taoístas. En todo caso, recuerda todo ello a la impresión que causa La Montaigne Sainte Victoire de Cézanne.

II-NIDO: el nido, según la artista, constituye el germen, el símbolo de lo que nacerá, la evidencia de lo mágico. Igualmente, es una representación del hogar, de la protección, de la seguridad, del alimento, de la madre y del calor del hogar de la infancia.

En el centro de la composición del lienzo de 2019, una maraña laberíntica de líneas negras dibuja la trama de un nido, rodeado de otras líneas y de manchas de color abstractas, sinuosas y con desigual intensidad. Las líneas negras rodean a este nido y dan la sensación de que se dirigen hacia él, como si fueran a reforzarlo, como si éste todavía estuviera en construcción; de hecho, algunas de ellas cambian, de repente, de sentido como si fueran ramitas preparadas para entrelazarse entre sí. El nido se circunrodea de una mancha de color verde claro, signo de la vegetación, mientras que, a la izquierda, destaca otra mancha azul, vertical. Ésta es más intensa en la parte alta y se va haciendo más transparente hasta casi desaparecer hacia abajo. 

La pintura del 2021 muestra un colorido entramado abstracto de líneas y de manchas, horizontales y verticales. Las líneas son laberínticas y las manchas de color, caóticas, y denotan una intensa y febril gestualidad; la franja amarilla de la izquierda, que hace de eje, llega a tocar los dos márgenes del lienzo, por arriba y por abajo, y se pliega hacia la derecha en su parte alta, al igual que hacen otras manchas del mismo color que tiene detrás. En la mitad del lienzo, a modo de horizonte, se densifican tanto las líneas como las manchas, mientras que en las partes superior e inferior se abre paso una superior claridad, una menor densidad y un mayor vacío. Por lo demás, toda esta urdimbre está como en movimiento, en construcción, de modo que ofrece la sensación de que, finalmente, será un nido, un refugio, un hogar en el que la infancia será revisitada mediante esos “garabatos” expresivos de la densidad emocional y mental de la artista y de su nostalgia del origen.  

La sensación de movimiento y de construcción es todavía más intensa en otro lienzo de 2021, que presenta multitud de franjas de color angulosas que, inesperadamente, cambian de dirección. Ellas se superponen a una mancha azul traslúcida casi circular, ubicada en el centro de la composición, conformando lo que sí parece un nido, que se disuelve en sus bordes.         

En el lienzo del 2020, el nido está dibujado solo con intensas líneas azules, mientras que detrás se dispone una mancha azul verdoso trasparente. De este nido azulado sale, a la derecha, una forma antropomórfica, ¿femenina?, con cabeza, manos y falda. El fondo del lienzo que queda libre de color es el blanco de la tela. 

Finalmente, en el centro del lienzo del 2021, se dibuja, con gran densidad colorista un nido en el centro de la composición: los tonos rosáceos la caracterizan con una gran sensualidad, los amarillos de luminosidad y, los azules, de su aspecto aéreo. Superponiéndose sobre el nido, múltiples líneas horizontales de color azul se asimilan al cauce de un río que fluye, de modo que ambos, nido y río, se convierten en símbolos, respectivamente, del hogar y del viaje, del ser y del devenir, de lo permanente y de lo cambiante y, en suma, de la vida y la muerte. 

En todos estos nidos, la perspectiva con la que la artista los observa es peculiar, por cuanto que están representados en picado, es decir, desde arriba, pero al mismo tiempo representado frontalmente, procedimiento mental que tiene un origen cubista. Éste convive, al mismo tiempo, con una cierta tendencia a la abstracción y a la action painting en el conjunto de los lienzos. Junto a esta pluralidad de estilos estéticos, que insinúan una reflexión sobre la pintura y sus procedimientos, se añade una consideración filosófica de la misma, pues la artista parece sugerir, además, que es el proceso creador pictórico el que constituye un auténtico nido, un núcleo generador y fertilizador de la propia actividad artística y, consecuentemente, un germen para la representación de todo lo existente, observado desde su subjetividad emocional e intelectual.    

III-RÍO: el rio, para Elena, siempre ha manifestado el devenir, el flujo, el continuo discurrir y lo que se fue. Asimismo, supone una renovación continua y una purificación por el agua, elemento caracterizador de la vida, así como la entrada en el universo de los mares y de los océanos, donde acaba la existencia. 

El lienzo horizontal de 2021 exhibe una serie de franjas azules, entrelazadas y entrecruzadas, y, en cuyo centro, se dispone una mancha de azul transparente. Arriba del todo, un leve azul, en líneas y en manchas traslúcidas, aunque dejan libre un pequeño espacio sin pintar, el del blanco de la tela, al mismo tiempo parecen indicar que pronto el agua, y su potencia, manifestada a través del intenso gesto pictórico, lo inundará todo.    

También arrollador es otro lienzo del mismo año, si bien en este caso el color azul no parece desplegarse horizontalmente, sino en diagonal, signo en la historia de la pintura occidental de movimiento. Destaca asimismo el tono azul de la masa, pero junto a él pinceladas, sueltas e iridiscentes, de rojos, marrones, amarillos y verdes aluden a que, encima del agua, flotan hojas, tierra y los reflejos lumínicos del cielo. Por otra parte, el entramado de líneas negras y, en la parte inferior izquierda, la disposición de una forma oval, sugieren que también aquí hay un nido, de manera que nuevamente éste y el agua remiten a la inseparabilidad del ser y del devenir. 

En otra tela del 2020, se repiten estos mismos hallazgos visuales. Los colores dominantes son el azul, el amarillo, el marrón y el verde y recrean la multiplicidad de tonos de la superficie del agua, las distintas luces que refleja y los objetos variados que flotan sobre ella. Una vez más, las líneas horizontales y la densa trama que conforman las líneas y las manchas ofrecen la sensación de que estamos ante un río y un nido. Por otra parte, todo el lienzo está inundado de color, de modo que no se sabe muy bien, dónde está su principio y su final, dónde empieza y acaba o, lo que es lo mismo, de dónde procede del agua y en qué lugar desemboca, metáfora en cualquier caso de que de que lo indeterminado constituye el origen y el destino humano y pictórico.    

Otra tela de 2020 es marcadamente abstracta. Su densidad de color es menor, de modo que las manchas marrones, verdes y azules y las líneas negras parecen flotar y desplazarse azarosa y libremente por el lienzo -como en Acuarela Abstracta de Kandinsky-.

En la pintura de 2021, se ven unas líneas azules horizontales y abombadas, acompañadas de otras marrones y amarillas. La forma que componen parece de agua que fluye o de montaña o, mejor cabría decir, que son ambas cosas a la vez, de manera que se repite la idea de que lo permanente y lo dinámico se concilian irremediablemente. 

La última obra, de 2020, es una abstracción muy colorista que, nuevamente, recrea la superficie iridiscente del agua y los múltiples componentes que se desplazan por su superficie. Igualmente, en ella parece dibujarse un nido en construcción y, tal vez también, un remolino suave, no violento, un ir y venir del agua, un querer encontrarse con ella misma. 

Todos sabemos que, desde la antigüedad griega, en la filosofía lucharon el ser de Parménides y el devenir de Heráclito y que este debate siempre ha acompañado a la filosofía occidental hasta hoy mismo. De hecho, Ser y tiempo de Heidegger intenta conjugar ambas categorías de pensamiento y lo mismo podría decirse de Elena Aguilera, para quien el río, metáfora del devenir, es también nido y montaña, símbolos del arraigo. En este sentido, creo oportuno recordar que, mientras que, en la metáfora de Heráclito, el agua que discurre nunca es la misma y, por tanto, que jamás retorna lo acontecido, contrariamente en Elena están presentes su memoria, una nostalgia del pasado, su experimentación directa, sensitiva, con la naturaleza y sus conocimientos de la pintura. Por eso mismo, el agua que fluye por la superficie de sus lienzos conecta con el eterno retorno de Parménides, con los arquetipos universales de Jung y, desde luego, con la conciencia de la profunda indeterminación y del habitar en un misterioso laberinto en el que la pintura, aunque no salva, permite al menos sobrellevar y sobrevivir, con extrañamiento, en un mundo que no deja de ser hostil.              

IV-ÁRBOL: el árbol, de acuerdo al pensamiento de Elena, es el símbolo de la vida, en tanto que despliega sus ramas al sol y al firmamento y se enraíza en la tierra. Además, para la artista, constituye una manifestación del yo estático, un padre, una madre, un hermano querido, que protege, siente y acompaña. Junto a ello, míticamente, el árbol simboliza la vida inagotable, la realidad absoluta y el centro o eje del universo, que une el cielo, la tierra y el submundo, los espacios de la vida y de la muerte, así como de los sueños y esperanzas humanas. 

En el lienzo de 2021, el eje de la composición lo constituye el tronco marrón de un árbol, que no tiene copa ni raíces y que está enmarañado por una urdimbre de líneas negras. En su parte alta, se subdivide en dos ramas inacabadas, pues las líneas apenas dibujan sus formas, si bien dejan entrever que, en el futuro, podrían completarse. En su centro, un óvalo verde intenso, al que se le unen unas líneas verticales negras, le otorga la forma de un árbol más pequeño, dentro del otro mayor, como si éste último fuera el padre o la madre y, aquél, su retoño; aunque esa forma ovoide también se asemeja a una especie de vaina orgánica, femenina y generadora de vida, lo que la incompletud de las ramas, en proceso de crecimiento, parece confirmar. Detrás del árbol, líneas y manchas de color, casi diluidas, verticales y horizontales, transparentes, amarillas, grises, marrones y azules, no permiten definir una forma figurativa concreta, sino abstracta y expresiva de movimiento, flujo y devenir, así como de sensaciones espaciales diversas, abstraídas, contrastadas y, posiblemente también, contradictorias. Arriba de la rama subdivida de la izquierda, un amarillo algo más intenso que el resto parecería prefigurar el sol, pero sin su potencia lumínica habitual y sin romper el “poder” y la fuerte presencialidad del tronco.

Otra composición, del 2021, igualmente vertical, presenta, en su centro, otro árbol solitario que, se abre, en su culmen, en varias ramas a las que no se le ven su final, como tampoco sus raíces o copa. Dentro del mismo, formando parte de su cuerpo, multitud de líneas negras, laberínticas, y numerosos colores traslúcidos parecen indicar que este ser vivo recoge la luz y su descomposición en la gama de colores, así como sus corrientes interiores manifiestan el discurrir de su energía, de su savia y, en suma, de su fuente de alimentación. En la parte alta del tronco, una forma ovalada negra vuelve a remitir a una vaina, si bien también es posible que formalice un agujero o un nido. En el fondo del árbol, sobre todo en su parte superior, destaca el blanco de la tela de algodón, un espacio aún vacío de sensaciones espaciales, un no lleno, un apeiron en el que, cerca del árbol y en su parte inferior, parecen brotar algunas líneas negras entrecruzadas y manchas traslúcidas de color. Como si el árbol y el espacio circundante se fueran a integrar o como si aquél fuera el que generara a éste.  

El tronco, del 2021, está construido únicamente mediante trazos de líneas negras, lo que le otorga al dibujo un valor supremo y esencialista en la conformación de las figuras y de la misma pintura. Mientras que, de las cuatro ramas en las que se subdivide su porción elevada, tres también están diseñadas mediante sombreados que le conceden volumen. En una de esas ramas, la segunda a la derecha, destaca una forma circular concéntrica, mientras que, debajo de aquellas, se prefigura lo que parece una vagina, forma similar a la situada en la parte inferior de la derecha. El fondo del árbol nuevamente es blanco indeterminado, pero en este caso el contraste con el negro del tronco es más acentuado, si bien detrás de él sombreados grises y negros, abstractos, configuran el inicio de un territorio aún no totalmente definido que podría ser montañoso.

El último de los troncos, también del 2021, está lleno de colores rosáceos, verdes, amarillos, azules y grises, los mismos colores que se disponen en el espacio que envuelve al árbol, como si este objeto se diluyera en el territorio circundante o como si éste fuera el mismo que el propio tronco. Una vez más, en el centro de su parte alta la artista dibuja una forma ovalada, similar a una vagina o vaina. Por lo demás, las intensas y potentes líneas del contorno arbóreo contrastan con la dilución de las manchas de color y, con ello, se hace patente la fuerte voluntad de Elena, compatible con su extrema sensibilidad y su alta densidad emocional y mental.  

En resumen, todos los árboles que componen esta sección de la exposición están pintados de modo fragmentario e incompleto, pues no presentan ni copa ni raíces -como sucede en el ciprés de La Noche estrellada de Van Gogh o en el pino de la Montaigne Sainte Victoire de Cézanne-. Sin embargo, al mismo tiempo, se anuncian extensiones de los mismos, pues parecen expandirse desde su seno interior, en forma de nido o “vagina”, hacia todo el territorio circundante.                     

Coda final

Las cuatro partes que dividen la exposición -la montaña, el nido, el río y el árbol- (como recuerda Elena Aguilera) representan y han representado una importancia a lo largo de su carrera pictórica, pues han aparecido a lo largo de los años, individualmente, en forma de grandes ríos matéricos, o bien como representaciones simbólicas como los nidos en cuadros abstractos, o unidos entre sí como árboles y nidos; del mismo modo, las montañas y los ríos, están presentes en su obra en video.

Por otra parte, en esta exposición, estos símbolos, que parecen surgir de lo prístino indeterminado se unen y, a la vez, constituyen un colofón de cierre y una puerta a proyectos venideros. Por consiguiente, son símbolos universales y arquetípicos que forman parte de un ciclo de retorno y que, en manos de la artista, se renuevan, se enriquecen y se depuran en ese eterno baile que supone la creación y la destrucción de lo existente.  

Como si la sombra del tronco padre o madre, el árbol-nido, el árbol-río, el árbol-montaña, el agua-nido, el nido-montaña y el río-montaña fueran a extenderse sin límite, vertical y horizontalmente, hacia arriba o hacia abajo, en la superficie del lienzo y en lo que está más allá de él. Así, formas falocéntricas y matriarcales se funden, al tiempo que lo hacen lo masculino y lo femenino, el cielo y la tierra, el vacío y el lleno, lo estático y lo dinámico, la realidad y el imaginario, la abstracción y la figuración, lo incompleto y la plenitud, la alta densidad emocional y la serenidad, lo material y lo espiritual, el ser y el devenir, lo eterno y lo mortal, el tiempo y el espacio y, en definitiva, lo indeterminado y lo laberíntico.

Ciertamente, todas estas polaridades se armonizan, en ocasiones, pero en otras entran en un dramático contraste, tensión o contradicción. Como si la vida y la muerte, su eterno combate y su sempiterno anhelo de conciliación, estuvieran detrás de ellas y como si la, a la postre, imposible armonía constituyera la fuerza motriz de esta artista singular, tan telúricamente arraigada a la naturaleza, a viejos mitos y a ancestrales arquetipos que manifiestan el deseo cósmico de fusión del fragmento y el todo, de lo inmanente y lo trascendente y de la vida y la muerte.